Hace poco se conoció el post de una mujer con el usuario “AmITheAsshole” (Soy yo la imbécil) de Reddit y publicado por la revista People, titulado: “¿Soy una malvada por ignorar a mi marido durante nuestro vuelo cuando expresó ansiedad por volar?”. Como reseñó Infobae, en su relato la mujer contaba que por su trabajo había acumulado puntos para que los pasajes de su luna de miel en clase turista pasaran a business. Pero al momento de embarcar, esos dos lugares se convirtieron en uno.
El flamante esposo fue el elegido por el azar para ocupar el preciado asiento. Ella pensó que él abandonaría ese anhelado lugar para viajar con ella en turista, al fin de cuentas era su luna de miel. Pero no. Sin pena y mucho menos culpa, él se instaló en la clase superior y ella fue al “gallinero”. Lo increíble es que acomodado en su sitio de privilegio, el señor se empezó a sentir mal y le pidió ayuda a su señora, que enojada y con toda razón, decidió ignorarlo. Eso sí, vaya a saber si por culpa o porque ya se sentía satisfecho al menos compartió con su flamante esposa su desayuno de calidad superior.
Al leer esta historia pensé en mi propia historia y en un hecho que viví el año pasado. Con mi marido cumplimos veinte años de casados y decidimos celebrarlo con un primer viaje sin hijos y cruzando el océano. Elegimos la maravillosa Turquía. Después de 14 días mágicos, al embarcar de regreso hacia Buenos Aires nos encontramos que el vuelo estaba sobrevendido. Después de unas horas de incertidumbre nos asignaron asientos pero separados.
Resultó que mi lugar era en clase turista, pero el azar lo bendijo a mi esposo con otro en business. Nos esperaban 17 horas de vuelo. Me sentí como cuando te enterás que organizaron una fiesta en un hotel cinco estrellas pero no te invitaron o cuando para el cumple te regalaban un par de medias... Queríamos viajar juntos, pero con el vuelo sobrevendido no existía la posibilidad de pagar un poco más y comprar un asiento mejor, además no nos quedaba margen para gastos extras. La otra opción era cambiar el asiento con el turista que estuviera junto a mi en el asiento de turista. Un desconocido que seguramente al escuchar semejante propuesta no solo aceptaría sino que además sentiría que “estaba en el cielo” antes de despegar.
Antes de embarcar, mientras mi cerebro iba a mil pensando dónde me sentaría, mi marido no perdía la serenidad que suele caracterizarlo. Lo veía más preocupado por chequear la documentación que por los lugares. Le hice algún chiste sobre que me compraría un fibrón para afrontar las horas de vuelo y él me contestó con la idea de jugarle a la quiniela el número del asiento.
Abordamos. Al llegar a su asiento en business, sin dudar dijo con naturalidad “este es el tuyo”. No lo hizo como un caballero que me rescata, ni para alardear, ni para hacerse el protector. Lo hizo como el hombre bueno que es y porque el egoísmo ya sea conyugal o de vida, no es lo suyo. Lo hizo porque hace veinte años que estamos juntos y porque los dos tenemos claro que aunque a veces no soportamos convivir mucho menos soportaríamos no vivir juntos. Acepté su gesto. Para algunos lo hice porque soy una “machiruloconservadora”, para otros porque fue una avivada, pero yo sé que lo acepté porque como a la mayoría de los humanos me gusta sentirme querida. Además porque ambos sabemos que el matrimonio, como la vida misma, para que funcione está lleno de pequeñas renuncias -que no es lo mismo que agachadas- y de concesiones -que no es lo mismo que rendiciones-.
Mi marido me “dejó” y se fue a turista. La suerte esta vez pareció abandonarlo. Le tocó volar junto a una familia con sus hijos de siete años y de dos. Uno pateaba el asiento y el otro lloraba, cuando paraban de patear y llorar era para pelearse. Mientras yo viajaba cómoda junto una mujer oriental que durmió todo el trayecto y una pareja de rusos que cada vez que su beba lloraba la lograban calmar.
A mitad del vuelo pensé cambiar lugares para que él también la pasara bien. Pero vaya a saber si por nervios o por tanta emoción junta, me descompuse feo. Un dolor de cabeza atroz y unas náuseas constantes. Y otra vez mi marido ocupándose y preocupándose. Ni siquiera me contó de lo mal que la estaba pasando, solo quería saber cómo estaba yo.
Llegamos a Buenos Aires y la vida siguió. Retomamos actividades y volvimos a la rutina. Cada vez que cuento que me cedió su asiento "top" alguno se asombra. Sin embargo, muchos de sus amigos me responden “es lógico”. Aunque a veces parece que no, le puedo asegurar al lector que, a diferencia del muchacho del post, son muchos los maridos que no son machistas narcisistas ni sociópatas emocionales. Son muchos los hombres que cada día se esfuerzan por deconstruirse, por mostrarnos y demostrarnos que no son enemigos a los que debemos temer sino compañeros que hacen que el camino sea más fácil. Es cierto que hay hombres egoístas, narcisistas patológicos, violentos y que hacen abuso de poder. Pero hay otros -y son multitud- que son padrazos, generosos, profundamente humanos. Hombres que saben que no se la pasa bien cuando el otro la pasa mal y obran en consecuencia. Esos hombres existen, lo sé porque hace veinte años elegí y me eligió uno de esos.