Tras el fallecimiento del Papa Francisco, uno de los datos más buscados en redes y medios fue cuáles eran sus comidas favoritas. Y la respuesta no sorprendió a quienes conocían su estilo sencillo y cercano: los platos que más amaba eran bien argentinos, de esos que remiten a los almuerzos de familia y a los sabores de barrio que nunca se olvidan.
Lejos de las mesas lujosas que podrían imaginarse para un pontífice, Jorge Mario Bergoglio prefería los platos caseros que lo transportaban a su infancia en Flores. Su relación con la comida era íntima y humilde, como todo en su vida pastoral.
Entre sus mayores debilidades estaban los alfajores de hojaldre, especialmente los de la tradicional marca El Nazareno. Tanto era su amor por esos dulces que, en 2017, la entonces canciller alemana Ángela Merkel le obsequió una caja de esos alfajores en una visita al Vaticano.
El dulce de leche también ocupaba un lugar especial en su corazón y en su mesa. Lo disfrutaba de todas las formas: sobre pan, como relleno de postres o simplemente solo, como un verdadero homenaje a las sobremesas familiares argentinas.
En el terreno salado, su corte de carne preferido era la colita de cuadril. Siempre la pedía bien cocida, en porciones moderadas y sin adornos, disfrutándola con la misma espiritualidad que ponía en cada gesto de su vida pública. Las empanadas, por supuesto, también eran infaltables: las prefería de carne, con huevo duro y aceitunas, siguiendo el clásico estilo norteño.
Un detalle curioso de su menú ideal era su amor por la pizza a caballo, esa creación bien porteña que combina pizza con una generosa capa de fainá y huevo frito. Un plato simple, contundente y perfecto para compartir, justo como le gustaba a él.
En el libro La cocina del Vaticano, del chef David Geisser junto a miembros de la Guardia Suiza, se retrata esa visión que tenía Francisco sobre la comida: como un acto de humildad, de comunión y de cercanía con los demás. Hasta en los sabores, el Papa argentino dejó su huella.