El 26 de enero pasado, Paul Newman hubiera cumplido 100 años. Por presencia, por ideas y por trayectoria, el hombre de los infinitos ojos azules fue una de los artistas más trascendentales de Hollywood. No solo se destacó por su trabajo en cine y por una pinta de esas que hace que hasta Adonis se crea feo sino que además era un hombre solidario que donó más de cincuenta millones de dólares a ayudar a los otros. A principios de la década del 60, Newman era famoso en casi todo el planeta. En la Argentina también era conocido, pero había una mujer que eclipsaba a todos, Pinky. Ambos se encontrarían y vivirían una historia de esas que se transforman en momentos imborrables.
En el año 1962 Newman había cumplido 37 años y era inequívocamente varonil, asombrosamente bello, magnético y varonil. En estas pampas y con 27 años, Pinky era imperdonablemente linda, con una piel de porcelana y una mirada que transmitía misterio y determinación había logrdo el cetro de la dama de la televisión. Ese año se celebraba el 5° Festival de Cine de Mar del Plata y Newman fue invitado para representar la película El Buscavidas. Ante tamaña figura, el canal donde Pinky trabajaba la envió a cubrir el evento.
Lo que hubiera sido el sueño para la mayoría de las mujeres, para Pinky fue pesadilla. “Yo estaba más rayada que un plumero y Canal 9 tenía una inversión muy grande en mí, estaban desesperados. El gerente venía a mi casa a darme de comer en la boca. El canal me mandó a Mar del Plata para que me distrajera”, le contó Pinky a Mariana Fabbiani, cinco décadas después. Como no se sentía con fuerzas para viajar sola le pidió a una amiga que la acompañara.
Apenas llegaron a La Feliz les informaron que el “microlin” -el cable que se necesitaba para transmitir- no funcionaba. Pinky decidió volver a Buenos Aires, pero la amiga le suplicó que se quedaran y tanto le rogó que la convenció. Ese mediodía se realizaba un almuerzo en el Golf Club, y Pinky accedió a ir pero a regañadientes. Intentó pasar desapercibida pero la ubicaron en la cabecera de la gran mesa. Charlaba con su amiga cuando todo el salón enmudeció. No había estallado una bomba pero había entrado una bomba humana: Paul Newman.
El gran actor de Hollywood se sentó junto a la gran estrella argentina. Hablaron de cine, de política, de la vida. Pinky pidió la ayuda de un traductor; ella dominaba el inglés pero no quería dejar su acento al descubierto. Siguieron la charla en la terraza, salieron a caminar y Newman le pidió que asistiera a una exhibición que daría a la noche, Pinky le dijo que no, que se volvía a Buenos Aires pero luego aceptó.
A partir de ese instante Newman fue a todos los eventos acompañado por la periodista. Esa misma noche, Pinky comprendió por qué el actor la había elegido: él le contó que cuando aparecía con ella, todos abrían paso y, fundamentalmente, nadie se le arrojaba encima. La prensa pronto habló de romance. “Era un ser delicioso. Si hubo o no amor, no lo voy a contar porque él significó mucho en mi vida. Fue como mi ángel salvador”, diría Pinky en una nota autobiográfica de 2008.
La noche anterior a regresar a Nueva York, a modo de despedida, con un grupo de amigos decidieron ir a una disco. Al intentar cruzar una calle, un auto se les fue encima. Paul tomó del brazo a Pinky y descubrió su secreto. “Estaba pasando un momento tan malo que unas semanas antes había intentado quitarme la vida, y por eso vivía cubriéndome las muñecas usando mangas largas y guantes. Paul se dio cuenta que algo andaba mal conmigo”, revelaría Pinky muchos años después.
Paul y Pinky se subieron a un auto, y él le pidió al chofer que los llevara a dar una vuelta grande por la ciudad. Paul le dijo que eso que ella sentía y no podía controlar es la sensación extraña que se experimenta al pasar del aplauso, el halago y el reconocimiento a la más profunda soledad. A ese hueco en el alma que nos hace sentir más en carne viva que vivos lo llamó “el salto al vacío”. Le dijo que la salida a esa sensación no era el alcohol, la droga, ni el suicidio, sino plantearse frente a esa realidad y preguntarse si uno puede y está dispuesto a soportarla o no. Le aseguró que esa soledad solo aparecía de a ratos.
“Nunca imaginé que una persona que venía de la otra punta del mundo me iba a cambiar tan rotundamente la forma de entender y sobrellevar los altibajos de la fama. Fue como si alguien de algún modo hubiese querido sacarme de la locura que estaba viviendo. Si fue así, no me podrían haber mandado alguien más atractivo”, confesaría Pinky.
Nunca más se volvieron a ver. “Él me dio todos sus números de teléfono, el de Hollywood, el de Nueva York, el de Los Ángeles, pero yo no los usé nunca. Ese era el acuerdo que teníamos. Nos dijimos que una aventura era algo que empezaba y terminaba, y era perfecto y no se tocaba. Yo era asquerosamente famosa y él, él ni hablemos: era el hombre más famoso del mundo”.
A veces se mandaban mensajes a través de una amiga en común, pero nada más. Pinky se quedó con “las ganas de decirle que le debía la vida”. Cierta vez que ella fue a Nueva York, él se enteró y la buscó en el hotel. Ella no estaba; quiso llamarlo, no se atrevió. Es que Newman ya estaba en pareja con Joanna Woodward y Pinky no quería entrometerse. Algún lector pensará qué hubiera pasado si... No lo podemos saber, sí sabemos que famosos o no, todos necesitamos una mano que nos agarre cuando sentimos que la vida más que vida es un "salto al vacío" y si encima el que nos agarra es alguien terriblemente bello, mucho mejor.